La cultura como instrumento de normalización,
inclusión, cohesión y control social
inclusión, cohesión y control social
Josu Montero
Como casi
todas, "cultura" es una palabra perfectamente rota; rota a la
perfección. El concepto que se esconde tras esa palabra no es en
absoluto inocente. Oímos, sin embargo, hablar pomposamente de cultura
como si de una categoría universal e inamovible se tratara. A unas
circunstancias determinadas, a un determinado tipo de sociedad, de
relaciones sociales, de relaciones de producción corresponde una cultura
determinada. Es preciso, por tanto, colocar tras el sustantivo los
apellidos que le correspondan, relativizarla; en este caso: cultura
capitalista, cultura consumista, cultura mediatizada y mediática,
cultura especular y espectacular. Quien tiene el poder fabrica la
realidad a su medida, y lo hace por medio de la cultura. Cultura viene a
ser todo ese conjunto más o menos complejo de elementos cuya misión es
legitimar esa sociedad; es la encargada de reproducirla, de perpetuarla.
RELOJ, DINERO Y TRABAJO
La cultura es necesaria para crear un consenso sobre el tipo de sociedad, presentándola como la única posible, la normal, la natural, la mejor; normalizando así una realidad que si fuéramos capaces de mirar con otros ojos, igual nos dábamos cuenta de que quizá no es tan normal. La cultura es el principal factor de consenso y cohesión social. Por eso, una sociedad basada en la legitimidad que el bienestar material le otorga, en momentos de crisis refuerza el control cultural sobre los ciudadanos. Así, las capas más desfavorecidas económicamente, las que podrían cuestionar una sociedad basada en el tener, ya que en ellas no tienen, apenas articulan contestación, cuestionamiento, protesta. Sobre aquellos excluidos económicamente, socialmente, el poder debe potenciar la inclusión cultural para que no se produzca una fractura en el sistema.
Un breve paréntesis para un par de reflexiones al vuelo. No solo "los que no tienen" son los que pueden poner en cuestión un sistema basado en el tener. También, y quizá en mayor medida, podrían hacerlo "los que tienen de sobra", al comprobar precisamente que ese tener no les hace seres más felices. Y esto sucede así porque nuestra sociedad no se sustenta en el tener, sino en el alcanzar, en el conseguir; el crecimiento ilimitado e irreflexivo, con lo que eso supone de eterna abolición del presente en función de un futuro que nunca llegará. Me temo que en el ámbito psicológico los efectos de este mecanismo son más demoledores que en el económico o en el ecológico. En la misma medida que en los últimos siglos el reloj se ha entronizado como objeto individual y público esencial, el tiempo se ha esfumado, ha desaparecido, se ha derrumbado. García Calvo habla de la naturaleza esencialmente reaccionaria del tiempo. J. E. Cirlot afirmó que en los últimos siglos de historia el hombre ha ido cambiando a ritmo acelerado espacio y tiempo por objetos. Con ello el hombre se va convirtiendo también en objeto. El reloj, el dinero, el trabajo, santísima trinidad a la que luego regresaremos.
PUEBLO, INDIVIDUO Y MASA
Como decíamos, el poder ha de incluir culturalmente a los excluidos económicamente. Evidentemente no les incluye, digamos, en una cultura de élite, sino en una de segundo orden, de tercera clase. La palabra "popular" ha sufrido un desplazamiento semántico significativo e interesado. Hace ya un buen montón de décadas, "popular" significaba hecho por el pueblo -desborda los límites de este texto entrar a valorar qué quería decir esto-; hoy, por "popular" o "pop" se entiende más bien hecho para el consumo del pueblo. El pueblo no es hoy creador de cultura, es sujeto pasivo, consumidor, espectador, usuario, porque se ha impuesto la cultura del consumo; todo nos llega ya hecho, fabricado, listo para consumir. El capitalismo ha conseguido hacernos libres, libres para votar y para elegir entre un amplio abanico de mercancías. Y es en este sentido que el pueblo ha dejado prácticamente de existir; el poder nos ha convertido o en individuo o en masa. De esta usurpación que el poder ha perpetrado sobre lo "popular", transformándolo en "masivo", y de sus efectos, habla Antonio Méndez Rubio en su reciente y muy recomendable libro "Encrucijadas. Elementos de crítica de la cultura": "Del lado de la recepción, la integración que procura lo masivo busca un borrado de diferencias económicas y de poder, de la amenaza que implica la propia existencia de la underlying population, a partir de la igualdad formal del consumo".
Así las cosas, ¿merece la pena luchar por una integración cultural mayor, de mayor nivel, o más bien por salirnos, en la medida de lo posible, de un sistema que nos oprime y nos consume? El empeño, creo, quizá utópico, debería centrarse en aflojar las ataduras de esa inclusión cultural; pero desde luego, por lo que no deberíamos trabajar es por apuntalar el sistema. Más allá del humanismo y de los principios ilustrados, y dada la situación en la que nos hallamos, es necesaria una reflexión audaz sobre los beneficios de la cultura y sobre sus servidumbres -y no pienso sólo en las más inmediatas y evidentes. Reflexionar, por ejemplo, sobre la naturaleza de las campañas de promoción del libro y la lectura.
Evidentemente pobreza y bajo nivel cultural van de la mano. No merece la pena dar muchas vueltas sobre qué es primero si el huevo o la gallina. Podemos comprobar en nuestras ciudades cómo en los barrios más deprimidos se hallan las escuelas con mayores índices de fracaso escolar y de niños y jóvenes "problemáticos". No podemos olvidar que éste es uno de los engranajes que permite al estado poner en marcha y legitimar su necesaria maquinaria represora, su violencia fundamental. La marginación y la delincuencia; una parcela cultural que parece no interesarle al gran público.
AGONÍA DE LA CULTURA OBRERA
En Euskadi estamos viviendo unos cambios culturales profundos, que se corresponden por otra parte con un fenómeno mundial que Ramón Fernández Durán analizó detenidamente en su libro "La explosión del desorden". Hasta hace unos cuantos años, predominaba aquí la cultura obrera. El individuo interesaba al sistema en tanto que productor; su medio vital y simbólico era la fábrica. Hemos asistido al fin de ese modelo. Hoy, el individuo, en la sociedad del supuesto bienestar, interesa en tanto que consumidor. El centro ya no es la producción, eso se ha desplazado geográficamente hacia otros países donde se puede producir de forma más barata y por lo tanto generar más beneficio. Países generalmente poco democráticos cuyos trabajadores no gozan de los privilegios que disfrutan los trabajadores en la democracia; tantos derechos han llegado a tener que lo más eficaz ha sido hacerlos desaparecer, no los derechos, sino la mismísima figura del obrero. En algo así consiste la famosa globalización.
Aquí la fábrica ya no es el trabajo. Las fábricas han desaparecido prácticamente del paisaje. Hoy, el medio vital y simbólico, el espacio del hombre se ha desplazado al Gran Centro Comercial, gran totem del consumismo. La monumentalidad épica de las fábricas es hoy usurpada por los macrocentros comerciales --o por el Guggenheim, otro gran centro comercial-cultural. Podemos ir más lejos, todo se andará, y afirmar que el espacio simbólico del hombre es hoy la realidad virtual de la pantalla siempre encendida del televisor, o del ordenador. La gente ya no se reúne en una plaza, en los bares; la gente se encuentra en el Hiper, al que acude a pasar sus tardes de sábado. Confluencia de vida social y consumo, con aire y luz artificial. Espacios antes ocupados por las fábricas en los que hoy se levantan Grandes Centros Comerciales. La cultura, el ocio, es cuestión de consumo; la cultura es una industria, una de las más rentables. Hablando de su película "Charles, mort ou vive", el director suizo Alain Tanner afirma: "Adeline sueña con que Ginebra se convierta en una ciudad de fábricas porque, dice, "me horroriza esta ciudad de parques, de instituciones internacionales, en la que no hay fábricas, no hay obreros, esta ciudad en la que no se puede de ninguna forma pisar el césped?. La eliminación de los signos del trabajo unida a un control social rígido. Las esperanzas políticas de la juventud europea fueron sustituidas por el consumo masivo de hamburguesas y también por los viajes organizados (la sustitución de las dos librerías francesas Maspero por dos agencias de viajes simboliza este fenómeno)".
Se ha producido por tanto un desplazamiento de la cultura obrera a la cultura del consumo. Los valores positivos de esa cultura obrera están desapareciendo: valores como la solidaridad; la confianza en la propia fuerza al verse respaldado por muchos otros en las mismas circunstancias; la capacidad de plantear y luchar por reivindicaciones y derechos; una cierta cultura de la calle, espacio donde la gente se encontraba… Que desaparezcan esos valores es un peligro que se traduce en hechos como el retroceso de los movimientos vecinales o la pujanza de las Empresas de Trabajo Temporal (ETT) y la escasa contestación que generan -la figura del obrero solidario se ha hecho desaparecer en favor de la del indefenso jornalero urbano.
DE LA POLÍTICA A LA PUBLICIDAD
En nuestras ciudades se vacían las calles y las plazas y se llenan los Centros Comerciales. El ocio se une directamente al consumo. Y esto es frustrante para quien no tiene capacidad económica, aunque incluso ese hueco está cubierto por las "populares" tiendas de todo a cien. ¿Qué hacer? ¿Reivindicar nuestro derecho a consumir o abogar por otro modelo?
Hay un libro cuyo título resume esto a la perfección: "De la guerra de clases a la guerra de frases. De la política a la publicidad". Actualmente, la política -la lucha por un mundo mejor- ha desaparecido ya que por lo visto el mejor mundo "razonablemente" posible es éste. Existe un auténtico consenso, prácticamente todos los políticos están de acuerdo en lo esencial con el modelo vigente; es sólo cuestión de ir arreglando sus disfunciones, retoque, leves matices... y de mucha retórica. La política se ha convertido en un saber técnico, de profesionales. A los pocos que no están de acuerdo se les demoniza como enemigos de la sociedad. En eso debe consistir el famoso fin de las ideologías.
Hoy la lucha tiene lugar entre productos, para que consumamos; los slogans publicitarios y televisivos llenan nuestra vida. La publicidad crea la realidad. La rentabilidad económica es lo único importante y todo va encaminado a que el individuo sea generador de ella. José Saramago ha escrito que "lo único que mueve y diseña el destino del hombre actualmente es el dinero". El dinero es el detentador de todas las prerrogativas que hasta Nietzsche correspondían a Dios: es omnipresente, omnipotente, no es tangible ni corpóreo pero puede encarnar y habitar entre nosotros cuando la fe flojea, se aparece a los que creen en él y condena a los descreídos. Lo que no se vende o se transmite masmediáticamente es como si no existiera -la conocida teoría de la desaparición de lo real, de P. Virilio- y lo malo es que lo que se vende deja de existir. Y hoy, para vender, se hace espectáculo hasta de los sentimientos.
RELOJ, DINERO Y TRABAJO
La cultura es necesaria para crear un consenso sobre el tipo de sociedad, presentándola como la única posible, la normal, la natural, la mejor; normalizando así una realidad que si fuéramos capaces de mirar con otros ojos, igual nos dábamos cuenta de que quizá no es tan normal. La cultura es el principal factor de consenso y cohesión social. Por eso, una sociedad basada en la legitimidad que el bienestar material le otorga, en momentos de crisis refuerza el control cultural sobre los ciudadanos. Así, las capas más desfavorecidas económicamente, las que podrían cuestionar una sociedad basada en el tener, ya que en ellas no tienen, apenas articulan contestación, cuestionamiento, protesta. Sobre aquellos excluidos económicamente, socialmente, el poder debe potenciar la inclusión cultural para que no se produzca una fractura en el sistema.
Un breve paréntesis para un par de reflexiones al vuelo. No solo "los que no tienen" son los que pueden poner en cuestión un sistema basado en el tener. También, y quizá en mayor medida, podrían hacerlo "los que tienen de sobra", al comprobar precisamente que ese tener no les hace seres más felices. Y esto sucede así porque nuestra sociedad no se sustenta en el tener, sino en el alcanzar, en el conseguir; el crecimiento ilimitado e irreflexivo, con lo que eso supone de eterna abolición del presente en función de un futuro que nunca llegará. Me temo que en el ámbito psicológico los efectos de este mecanismo son más demoledores que en el económico o en el ecológico. En la misma medida que en los últimos siglos el reloj se ha entronizado como objeto individual y público esencial, el tiempo se ha esfumado, ha desaparecido, se ha derrumbado. García Calvo habla de la naturaleza esencialmente reaccionaria del tiempo. J. E. Cirlot afirmó que en los últimos siglos de historia el hombre ha ido cambiando a ritmo acelerado espacio y tiempo por objetos. Con ello el hombre se va convirtiendo también en objeto. El reloj, el dinero, el trabajo, santísima trinidad a la que luego regresaremos.
PUEBLO, INDIVIDUO Y MASA
Como decíamos, el poder ha de incluir culturalmente a los excluidos económicamente. Evidentemente no les incluye, digamos, en una cultura de élite, sino en una de segundo orden, de tercera clase. La palabra "popular" ha sufrido un desplazamiento semántico significativo e interesado. Hace ya un buen montón de décadas, "popular" significaba hecho por el pueblo -desborda los límites de este texto entrar a valorar qué quería decir esto-; hoy, por "popular" o "pop" se entiende más bien hecho para el consumo del pueblo. El pueblo no es hoy creador de cultura, es sujeto pasivo, consumidor, espectador, usuario, porque se ha impuesto la cultura del consumo; todo nos llega ya hecho, fabricado, listo para consumir. El capitalismo ha conseguido hacernos libres, libres para votar y para elegir entre un amplio abanico de mercancías. Y es en este sentido que el pueblo ha dejado prácticamente de existir; el poder nos ha convertido o en individuo o en masa. De esta usurpación que el poder ha perpetrado sobre lo "popular", transformándolo en "masivo", y de sus efectos, habla Antonio Méndez Rubio en su reciente y muy recomendable libro "Encrucijadas. Elementos de crítica de la cultura": "Del lado de la recepción, la integración que procura lo masivo busca un borrado de diferencias económicas y de poder, de la amenaza que implica la propia existencia de la underlying population, a partir de la igualdad formal del consumo".
Así las cosas, ¿merece la pena luchar por una integración cultural mayor, de mayor nivel, o más bien por salirnos, en la medida de lo posible, de un sistema que nos oprime y nos consume? El empeño, creo, quizá utópico, debería centrarse en aflojar las ataduras de esa inclusión cultural; pero desde luego, por lo que no deberíamos trabajar es por apuntalar el sistema. Más allá del humanismo y de los principios ilustrados, y dada la situación en la que nos hallamos, es necesaria una reflexión audaz sobre los beneficios de la cultura y sobre sus servidumbres -y no pienso sólo en las más inmediatas y evidentes. Reflexionar, por ejemplo, sobre la naturaleza de las campañas de promoción del libro y la lectura.
Evidentemente pobreza y bajo nivel cultural van de la mano. No merece la pena dar muchas vueltas sobre qué es primero si el huevo o la gallina. Podemos comprobar en nuestras ciudades cómo en los barrios más deprimidos se hallan las escuelas con mayores índices de fracaso escolar y de niños y jóvenes "problemáticos". No podemos olvidar que éste es uno de los engranajes que permite al estado poner en marcha y legitimar su necesaria maquinaria represora, su violencia fundamental. La marginación y la delincuencia; una parcela cultural que parece no interesarle al gran público.
AGONÍA DE LA CULTURA OBRERA
En Euskadi estamos viviendo unos cambios culturales profundos, que se corresponden por otra parte con un fenómeno mundial que Ramón Fernández Durán analizó detenidamente en su libro "La explosión del desorden". Hasta hace unos cuantos años, predominaba aquí la cultura obrera. El individuo interesaba al sistema en tanto que productor; su medio vital y simbólico era la fábrica. Hemos asistido al fin de ese modelo. Hoy, el individuo, en la sociedad del supuesto bienestar, interesa en tanto que consumidor. El centro ya no es la producción, eso se ha desplazado geográficamente hacia otros países donde se puede producir de forma más barata y por lo tanto generar más beneficio. Países generalmente poco democráticos cuyos trabajadores no gozan de los privilegios que disfrutan los trabajadores en la democracia; tantos derechos han llegado a tener que lo más eficaz ha sido hacerlos desaparecer, no los derechos, sino la mismísima figura del obrero. En algo así consiste la famosa globalización.
Aquí la fábrica ya no es el trabajo. Las fábricas han desaparecido prácticamente del paisaje. Hoy, el medio vital y simbólico, el espacio del hombre se ha desplazado al Gran Centro Comercial, gran totem del consumismo. La monumentalidad épica de las fábricas es hoy usurpada por los macrocentros comerciales --o por el Guggenheim, otro gran centro comercial-cultural. Podemos ir más lejos, todo se andará, y afirmar que el espacio simbólico del hombre es hoy la realidad virtual de la pantalla siempre encendida del televisor, o del ordenador. La gente ya no se reúne en una plaza, en los bares; la gente se encuentra en el Hiper, al que acude a pasar sus tardes de sábado. Confluencia de vida social y consumo, con aire y luz artificial. Espacios antes ocupados por las fábricas en los que hoy se levantan Grandes Centros Comerciales. La cultura, el ocio, es cuestión de consumo; la cultura es una industria, una de las más rentables. Hablando de su película "Charles, mort ou vive", el director suizo Alain Tanner afirma: "Adeline sueña con que Ginebra se convierta en una ciudad de fábricas porque, dice, "me horroriza esta ciudad de parques, de instituciones internacionales, en la que no hay fábricas, no hay obreros, esta ciudad en la que no se puede de ninguna forma pisar el césped?. La eliminación de los signos del trabajo unida a un control social rígido. Las esperanzas políticas de la juventud europea fueron sustituidas por el consumo masivo de hamburguesas y también por los viajes organizados (la sustitución de las dos librerías francesas Maspero por dos agencias de viajes simboliza este fenómeno)".
Se ha producido por tanto un desplazamiento de la cultura obrera a la cultura del consumo. Los valores positivos de esa cultura obrera están desapareciendo: valores como la solidaridad; la confianza en la propia fuerza al verse respaldado por muchos otros en las mismas circunstancias; la capacidad de plantear y luchar por reivindicaciones y derechos; una cierta cultura de la calle, espacio donde la gente se encontraba… Que desaparezcan esos valores es un peligro que se traduce en hechos como el retroceso de los movimientos vecinales o la pujanza de las Empresas de Trabajo Temporal (ETT) y la escasa contestación que generan -la figura del obrero solidario se ha hecho desaparecer en favor de la del indefenso jornalero urbano.
DE LA POLÍTICA A LA PUBLICIDAD
En nuestras ciudades se vacían las calles y las plazas y se llenan los Centros Comerciales. El ocio se une directamente al consumo. Y esto es frustrante para quien no tiene capacidad económica, aunque incluso ese hueco está cubierto por las "populares" tiendas de todo a cien. ¿Qué hacer? ¿Reivindicar nuestro derecho a consumir o abogar por otro modelo?
Hay un libro cuyo título resume esto a la perfección: "De la guerra de clases a la guerra de frases. De la política a la publicidad". Actualmente, la política -la lucha por un mundo mejor- ha desaparecido ya que por lo visto el mejor mundo "razonablemente" posible es éste. Existe un auténtico consenso, prácticamente todos los políticos están de acuerdo en lo esencial con el modelo vigente; es sólo cuestión de ir arreglando sus disfunciones, retoque, leves matices... y de mucha retórica. La política se ha convertido en un saber técnico, de profesionales. A los pocos que no están de acuerdo se les demoniza como enemigos de la sociedad. En eso debe consistir el famoso fin de las ideologías.
Hoy la lucha tiene lugar entre productos, para que consumamos; los slogans publicitarios y televisivos llenan nuestra vida. La publicidad crea la realidad. La rentabilidad económica es lo único importante y todo va encaminado a que el individuo sea generador de ella. José Saramago ha escrito que "lo único que mueve y diseña el destino del hombre actualmente es el dinero". El dinero es el detentador de todas las prerrogativas que hasta Nietzsche correspondían a Dios: es omnipresente, omnipotente, no es tangible ni corpóreo pero puede encarnar y habitar entre nosotros cuando la fe flojea, se aparece a los que creen en él y condena a los descreídos. Lo que no se vende o se transmite masmediáticamente es como si no existiera -la conocida teoría de la desaparición de lo real, de P. Virilio- y lo malo es que lo que se vende deja de existir. Y hoy, para vender, se hace espectáculo hasta de los sentimientos.