No sé como empezar a escribir. Llevo un mes pasando consulta en
prisión y saber que se acaba me hace sentir una mezcolanza de
sentimientos extraña. Se me forma un nudo en la garganta mientras
escribo. La pena que me presiona los ojos y se me anuda en la nuez se
mezcla con la impotencia y la rabia. Antes podía imaginarlo: ahora lo
he vivido, lo he visto por mi mismo. La miseria humana, hecha
institución. Supongo que tiene que ver con que la experiencia ha
apelado a lo más profundo de mi ser, a lo que me empeño en llamar
“humanidad”, por profesar la fe de los que piensan que esto es un
principio común a toda la raza humana. Aunque después de esto, quizás
sea el peor momento para seguir creyéndolo. Humanidad que surge de
contemplar el sufrimiento ajeno, humanidad que me atormenta al saber
que poco puedo hacer para aliviarlo. Humanidad que se pregunta cuantos
más tienen que ser enterrados en vida en estas tumbas de hormigón
armado para que esta sociedad en descomposición comprenda que la
barbarie no es cosa del pasado, sino que está muy presente, pagada por
nuestros impuestos. Como dicen los Koma: “2 años, 4 meses y un día,
justicia: castigo”. La venganza que antaño se cebaba en patíbulos a la
vista del pueblo ahora se condensa entre cuatro paredes, materializada
en la opacidad de la institución “democrática”. Pero no somos más
“civilizados”, sigue siendo venganza, refinada, pero irracional, al fin
y al cabo.
Profesionalmente la cárcel ha resultado ser un
lugar interesante. Casi que no puedes aburrirte, casi que nunca se
hace rutinario. Un individuo privado de libertad en un antro como es un
centro penitenciario pierde mucho más que esta. Se considera, ya de
por sí, dentro de “un grupo de riesgo” como dicen los epidemiólogos.
Riesgo de padecer tuberculosis, VIH, hepatitis, micosis múltiples,
problemas gastrointestinales variados, cánceres, toxicomanías,
traumatismos, pérdida de dentadura, defectos sensoriales,
envejecimiento prematuro. Riesgo de morir colgado de una soga, riesgo
de morir por sobredosis, riesgo de morir desangrado, riesgo de marcarte
de por vida, riesgo de perder la cabeza. Riesgo de no volver a ver a
los tuyos, riesgo de perder todo lo que eras. Riesgo de acostumbrarte a
vivir sin vivir, y nunca más poder sentirte realmente vivo. No. No
puedes aburrirte. Falta tiempo, falta tiempo para pensar en como hacer
saltar por los aires esta mierda de lugar.
He visto un chico de
20 años a punto de un coma cetoacidósico pretendido, arrollado por
quien sabe qué angustias personales. He visto gente drogada, colgada de
benzodiacepinas, recetadas por los propios médicos, en un intento de
“quitarse condena”, de “robarle algunos días al juez”. He visto
personas enganchadas a la metadona, que nunca habían sido toxicómanas,
solo porque el abogado de oficio les dijo que estar en el PMM (Programa
de Mantenimiento de Metadona) reduciría la pena impuesta por el
letrado. He visto multitud de roturas del 5º metacarpo, provocadas por
un ataque de ira, un momento de lucidez inminente que te destroza por
un segundo la cabeza, y te hace golpear la pared del chabolo, la puerta
de tu celda. Aquí, los médicos lo llaman desfogar. A mí me parece que a
través del dolor el preso se libera de la alienación que todo el mundo
sufre en estos centros de exterminio, y toma posesión de lo único que
el estado no les ha robado: su propio cuerpo. Ese que se cortan para
hacer casi cualquier reivindicación, “chinándose” las venas, para que
un médico llegue y cosa, y la herida cierre, pero quede la cicatriz.
Brazos llenos de cortes. Llenos de feas cicatrices, que recuerdan.
Recuerdan el trankimazín que no les dieron, el permiso que le
denegaron, la conducción que no pidieron, la instancia que nunca llegó a
su destino. Cicatrices que nunca curarán, por muy cerradas que estén.
Cicatrices que confirman que ya no eres persona, sino preso.
<>